En estos últimos días, he estado profundamente conmovida por la tragedia que hemos ido viviendo como país. La fuerza de la naturaleza ha dejado cicatrices no solo en nuestras ciudades y comunidades, sino también en nuestros corazones.
Hemos visto la pérdida de vidas y la destrucción de hogares, y ante ello, es imposible no detenerse a reflexionar sobre la fragilidad de lo que damos por sentado.
Es fácil vivir nuestros días confiando en la solidez de las rutinas, de las cosas y personas que creemos que siempre estarán allí.
Nos movemos en una especie de inercia, creyendo que el suelo bajo nuestros pies es estable y que todo lo que amamos, lo que nos rodea, es inquebrantable. Pero la verdad es que la vida es un tejido delicado y frágil, tan vulnerable como nosotros mismos.
A menudo no nos detenemos a pensar en ello. En nuestra rapidez por alcanzar metas y cumplir con responsabilidades, olvidamos cuán frágiles son las cosas que parecen más estables: una casa, una relación, la salud, un abrazo.
Solo cuando la realidad nos sacude, cuando algo tan devastador como una tragedia natural desgarra el mundo que conocemos, recordamos que todo, absolutamente todo, es prestado y temporal.
Nos cuesta aceptar esta fragilidad porque nos confronta con lo que queremos evitar: nuestra propia vulnerabilidad.
Sin embargo, reconocerla también puede abrirnos los ojos a un valor esencial. Nos permite vivir con más aprecio, con más respeto, y valorar cada momento, cada vínculo, cada pequeña parte de nuestras vidas.
¿Qué sería de nosotros si pudiéramos vivir cada día sabiendo cuán preciado es todo?
Quizás seríamos más pacientes, más compasivos, más presentes.
Quizás aprenderíamos a dar gracias con más frecuencia y a quejarnos menos, a cuidar de lo que nos rodea y, sobre todo, de quienes están cerca.
La fragilidad de lo que damos por sentado no debe ser motivo de miedo, sino un llamado a vivir con más consciencia y amor, porque cada instante importa y cada ser querido cuenta.
Que este momento retador nos inspire a ser más conscientes de nuestras acciones, a construir una vida con propósito y, sobre todo, con empatía. Que recordemos que, en un abrir y cerrar de ojos, todo puede cambiar, y que al final, solo quedará lo que hemos hecho de bien por nosotros mismos, por otros y lo que hemos recibido de otros a lo largo del tiempo.
Mientras que exista voluntad ya actitud de construir, habrá un camino hacia la esperanza y la renovación.
Aunque la vida nos enfrente a desafíos que nos despojen de lo que dábamos por seguro, nuestra capacidad de reconstruir, de unirnos y de avanzar nos muestra que somos más fuertes de lo que pensamos.
La verdadera fortaleza no está en evitar la fragilidad, sino en abrazarla y transformarla en impulso.»
Es hermoso el movimiento de solidaridad demostrado por estos días. Y lo vamos a necesitar en lo que sigue.
Vivimos un contexto global también retador
Cabria actuar con más frecuencia, respondiendo a esta pregunta.
¿Cómo podemos cultivar, en nuestro día a día esa voluntad de construir y de ser solidarios , incluso cuando todo parece estar bien?